“Pido la paz y la
palabra” decía Blas de Otero en un
famoso poema, seguramente porque el
poeta sabía de primera mano que la segunda es la herramienta para construir la
primera: no hay paz muda, si no es la de los muertos y esta no merece llamarse
paz. La palabra es el lugar donde se desvanecen las sombras, el territorio
donde la luz gana a la oscuridad. Es un lugar tan poderoso que el miedo
siempre busca instalarse en él, llenarlo con su resina pegajosa y hacerlo
desaparecer. Porque la palabra implica siempre al otro, un receptor o
receptora, alguien al otro lado, como la existencia de los faros supone la de
los barcos, aunque estos no siempre se vean. Negar la palabra es cerrar la
puerta a la salvación que son, o que pueden, ser los demás.
Tal vez por eso el silencio,
cuando es impuesto, o cuando es cobarde, golpea nuestros oídos con la fuerza y
el bramido de un mar oscuro y embravecido. Un mar que arroja contra las rocas
silencios temerosos, acurrucados, indefensos, provocados por ese miedo
cotidiano – que expresión más tremenda, miedo cotidiano, el de todos los días,
el de cada noche, ¿Cómo podemos entenderlo quienes sólo lo hemos sentido alguna
vez, sorpresivamente y nos sigue perturbando su recuerdo?…- que
avanza acallando a su paso deseos, sueños y risas para, finalmente, acabar borrando el pasado, que ya no puede redimir ni consolar, y robando un futuro que se siente ajeno. Un
miedo que convierte a los espejos en aliados del enemigo, ante los que se pasa
sin mirar. No ser. No reconocerse. No tener voz.
Pero esas olas que rompen contra
nuestras conciencias traen también silencios de plaza pública, de charla de
amigos, de broma zafia, inocentes e irrelevantes, ajenos a su condición de
ladrillo que ocupa despreocupadamente su lugar en el muro.
Y a veces, como ocurre ahora,
acompañando a ese mar oscuro aparece la
mancha negra y maloliente del silencio interesado, removedor de rancias
esencias, dispuesto a matar cualquier
rastro de verdad, a ocultar bajo su chapapote un dolor insoportable, para
convertirlo en anécdota interesada. No es el peor de los silencios, pero sí el
más canalla, el más miserable.
Todos estos silencios me aturden, me increpan, me acusan. Porque creo
que no
hay una sola mujer que yo haya conocido, ninguna, que no haya sentido
alguna vez su autoestima socavada por un compañero de clase, un novio, o un
compañero de trabajo, que no haya sido humillada por un inútil que no le
llegaba a la altura de su zapato, que no haya sido tratada como posible presa,
o despreciada por no alcanzar esa condición, que no haya caminado asustada, que
no haya asumido bajo presión tener sexo, que no haya sido ninguneada en el
trabajo, que no se haya visto relegada a acompañante del chico interesante, que
no haya padecido la prepotencia del patriarcado en cualquiera de sus formas, que
no haya visto como un hombre repetía sus palabras para que se entendieran, o explicaba sus ideas, o su vida…como
ocurre aquí ahora. Y eso ha pasado a mi lado, a nuestro lado. Con mujeres
inteligentes, fuertes, con carácter y preparadas: hay que romper los clichés si
queremos ver la realidad, traspasar el muro.
Hace tiempo que sé que mujeres y hombres vivimos
en dimensiones diferentes, que caminamos por las mismas aceras, pero habitamos
ciudades distintas. Lo sé y sé que somos ciegos a esas vidas que no vivimos y
que, cuando nos las contáis, nos cuesta ver
Las muertes que hoy nos convocan
aquí son, siempre lo decimos, la punta del iceberg. Yo hoy quería hablar de
cómo se construye ese inmenso bloque de hielo con cada copo de nieve apoyado e
impulsado por cada silencio.
Por
eso es necesario vuestra palabra, vuestra voz indignada y vuestro susurro. Hace
falta que renovéis nuestro vocabulario con palabras como sororidad, como
empoderamiento, como resiliencia– por mucho que no suenen bien – y que inventéis hastags a los que agarrarnos y
que contéis las historias que no se han contado, las que nos permitan imaginar
otro mundo posible.
Pero sobre todo hace falta que hagáis realidad
aquella pintada de Mayo del 68 que decía que debajo de los adoquines estaba la playa. Porque necesitamos ver esa playa,
llena de arena y caracolas, de cangrejos y restos de redes, habitada al fin por
mujeres libres rodeadas de palabras, canciones y relatos recién estrenados. Un
lugar como debió ser el origen del mundo.
Alejandro Albaladejo del Castillo
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