Hacer una Feria del libro en nuestro mundo
digital donde las pantallas de nuestros
dispositivos son el cristal a través del que vemos el mundo, en el que toda la información que precisamos
cabe en 140 caracteres, es un empeño a medio
camino entre la heroicidad y la ingenuidad. Por eso seguramente es tan
necesaria.
La mirada
epidérmica sobre la realidad es el signo
de los tiempos, nos basta leer los titulares para opinar, para creer que
sabemos. La velocidad domina los intercambios de información, y el silencio ha
sido desterrado de nuestro entorno.
Pero las
palabras, las historias, o el conocimiento, necesitan el tiempo reposado, el
silencio que nos permite adentrarnos en
el bosque de las voces. Las palabras abren
caminos veredas, sendas, por las
que, si así los decidimos, podemos transitar. Frente al modo de estar en el
mundo que nos ofrecen los dispositivos y la red – lo importante no es vivir
sino compartir, no estar sino que sepan que estás, no disfrutar lo que ves sino
acumular imágenes para luego mostrarlas, o recordar…aquello que en su momento
no vimos – los libros exigen el
compromiso de ser uno/una mismo/a quien los va a transitar. Hay que
vivirlos, no sirve leerse el resumen de la contraportada, hay que entrar dentro
y dejar que a nuestro alrededor suenen conversaciones que luego recordaremos,
que surjan imágenes que formarán parte de nuestra memoria como si nos
pertenecieran, que nos presenten personajes que se volverán más cercanos a
nuestro corazón que muchos de nuestros conocidos.
Nadie aprende
a correr antes de saber andar, pero vivimos tiempos en los que hay que enseñar
a andar, porque nuestros hijos nacen corriendo. Acercarlos a los libros es
acercarlos al silencio que ya es un bien escaso, y al tiempo personal y único
de la lectura, es enseñarlos a andar. Y una Feria del Libro es la isla del
tesoro para quien ha descubierto el placer de pasear.
Alejandro Albaladejo del Castillo
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